Todas las historias comienzan
con «érase una vez». La nuestra sólo pretende hablarnos de lo que fue una vez.
Una vez fuiste pequeño y, puesto en pie, apenas alcanzabas la mano de tu madre.
¿Te acuerdas? Si quisieras, podrías contar una historia que comenzase así:
Érase una vez un niño o una niña..., y ése era yo. Y, una vez, fuiste también
un bebé envuelto en pañales. No lo puedes recordar, pero lo sabes. Tu padre y
tu madre fueron también pequeños una vez. Y también los abuelos. De eso hace
mucho más tiempo. Sin embargo, lo sabes. Decimos: son ancianos; pero también
tuvieron abuelos y abuelas que pudieron decir del mismo modo: érase una vez. Y
así continuamente, sin dejar de retroceder. Detrás de cada uno de esos «érase
una vez» sigue habiendo siempre otro. ¿Te has colocado en alguna ocasión entre
dos espejos? ¡Tienes que probarlo! Lo que en ellos ves son espejos y espejos,
cada vez más pequeños y borrosos, uno y otro y otro; pero ninguno es el último.
Incluso cuando ya no se ven más, siguen cabiendo dentro otros espejos que están
también detrás, como bien sabes.
Eso es, precisamente, lo que
ocurre con el «érase una vez». Nos resulta imposible imaginar que acabe. El
abuelo del abuelo del abuelo del abuelo..., ¡qué mareo! Pero, vuelve a decirlo
despacio y, con el tiempo, lograrás concebirlo. Añade aún otro más. De ese modo
llegamos a una época antigua y, luego, a otra antiquísima. Siempre más allá,
como en los espejos. Pero sin dar nunca con el principio. Detrás de cada
comienzo vuelve a haber siempre otro «érase una vez».
¡Es un agujero sin fondo!
¿Sientes vértigo al mirar hacia abajo? ¡También yo! Por eso vamos a lanzar a
ese profundo pozo un papel ardiendo. Caerá despacio, cada vez más hondo. Y al
caer, iluminará la pared del pozo. ¡Lo ves aún allá abajo? Continúa
hundiéndose; ha llegado ya tan lejos que parece una estrella minúscula en ese
oscuro fondo; se hace más y más pequeño, y ya no lo vemos.
Así sucede con el recuerdo. Con
él proyectamos una luz sobre el pasado. Al principio, iluminamos el nuestro; luego,
preguntamos a personas mayores; a continuación, buscamos cartas de individuos
ya muertos. De ese modo vamos proyectando luz cada vez más atrás. Hay edificios
donde sólo se almacenan notas y papeles viejos escritos en otros tiempos; se
llaman archivos. Allí encontrarás cartas redactadas hace muchos cientos de
años. En cierta ocasión, en uno de esos archivos, tuve en mis manos una que
decía sólo esto: «¡Querida mamá! Ayer tuvimos para comer unas trufas
magníficas. Tuyo, Guillermo». Se trataba de un principito italiano de hace 400
años. Las trufas son un alimento muy valioso.
Pero esta visión dura sólo un
momento. Luego, nuestra luz va descendiendo con rapidez creciente: 1.000 años;
2.000 años; 5.000 años; 10.000 años. También entonces había niños a quienes les
gustaba comer cosas buenas. Pero todavía no eran capaces de escribir cartas.
20.000, 50.000 años; y también aquella gente decía entonces «érase una vez».
Nuestra luz del recuerdo es ya diminuta. Luego, se apaga. Sin embargo, sabemos
que la cosa sigue remontándose. Hasta un tiempo archiprimitivo en el que no
había aún seres humanos. En el que las montañas no tenían la apariencia que hoy
tienen. Algunas eran más altas. Con el paso del tiempo, la lluvia las ha
desleído hasta convertirlas en colinas. Otras no estaban todavía ahí. Crecieron
lentamente saliendo del mar, a lo largo de muchos millones de años.
Pero, antes aún de que
existieran, hubo aquí animales. Muy distintos de los actuales. Enormemente
grandes, casi como dragones. ¿Cómo lo sabemos? A veces encontramos sus huesos
profundamente enterrados. En Viena, en el Museo de Historia Natural, puedes
ver, por ejemplo, un Diplodocus. Diplodocus; ¡vaya nombre tan raro! Pues el
animal aún lo era más. No habría cabido en una habitación; ni en dos. Tiene el
tamaño de un árbol alto; y una cola tan larga como medio campo de fútbol. ¡Qué
ruido debía de hacer aquel lagarto gigante—pues el Diplodocus era un lagarto
gigante—cuando marchaba a cuatro patas por la selva virgen en la prehistoria!
Pero tampoco eso fue el
principio. También ahí hemos de continuar hacia atrás; muchos miles de millones
de años. Es fácil decirlo, pero, piensa un momento. ¿Sabes cuánto dura un
segundo? Lo que te cuesta contar deprisa 1, 2, 3. ¿Y cuánto tiempo son mil
millones de segundos? ¡32 años! ¡Imagínate, pues, lo que pueden durar mil
millones de años! Por aquel entonces no había animales grandes; sólo caracoles
y moluscos. Y si seguimos retrocediendo, no había ni siquiera plantas. Toda la
Tierra se hallaba «desierta y vacía». No había nada: ningún árbol, ningún
arbusto, ninguna hierba, ninguna flor, nada de verde. Sólo aridez, rocas
peladas y el mar; el mar vacío, sin peces, sin moluscos, hasta sin lodo. Y si
escuchas sus olas, ¿qué te dicen? «Érase una vez». La Tierra, una vez, era quizá
tan sólo una nube de gas comprimida como otras que podemos ver —mucho mayores—
a través de nuestros telescopios. Dio vueltas alrededor del Sol durante miles
de millones, e incluso billones de años; al principio sin rocas, sin agua y sin
vida. ¿Y antes? Antes tampoco existía el Sol, nuestro amado Sol. Sólo extrañas,
muy extrañas estrellas gigantes y otros pequeños cuerpos celestes se
arremolinaban entre las nubes de gas en el espacio infinito.
«Érase una vez»...; también yo
siento vértigo al llegar aquí e inclinarme hacia abajo de ese modo. Ven,
regresemos rápidos al Sol, a la Tierra, al hermoso mar, a las plantas, a los
moluscos, a los lagartos gigantes, a nuestras montañas y, luego, a los seres
humanos. ¿Verdad que es como volver a casa? Y, para que el «érase una vez» no
tire continuamente de nosotros hacia ese agujero sin fondo, vamos a preguntar
sin esperar ni un momento más: «¡Alto! ¿Cuándo fue?».
Si al hacerlo preguntamos
también: «¿Cómo fue, en realidad?», estaremos preguntando entonces por
la historia. No por una historia, sino por la historia, que llamamos historia
universal. Con ella vamos a comenzar ahora.
Ernst H. GOMBRICH: Breve Historia del Mundo