miércoles, 12 de junio de 2019

Eric Hobsbawm: "La guerra fría"

Como material complementario para el trabajo de investigación que debéis elaborar sobre la Guerra Fría, os ofrezco este fragmento de uno de los mayores historiadores dedicados al mundo contemporáneo: Eric Hobsbawm. Pertenece a su libro Historia del siglo XX. Os sugiero que lo leáis y, si encontráis información interesante, podéis utilizarla en vuestro trabajo, eso sí, incluyendo los datos que seleccionéis en el apartado más adecuado en cada caso, y citando la fuente, en el texto y en el listado de bibliografía final. Esto podéis hacerlo como queráis, siempre que me quede claro a qué libro o material os estáis refiriendo, pero os recomiendo que intentéis seguir un modelo habitual en los trabajos académicos, que tiene la siguiente estructura:

APELLIDOS, Nombre (año): Título del libro. Ciudad de edición, editorial, páginas.

Debajo del título tenéis el ejemplo de cómo se cita el fragmento que os reproduzco.

La guerra fría
HOBSBAWM, Eric (1994): Historia del siglo XX. Buenos Aires, Editorial Crítica, pp. 199-203.

Los cuarenta y cinco años transcurridos entre la explosión de las bombas atómicas y el fin de la Unión Soviética no constituyen un periodo de la historia universal homogéneo y único. Tal como veremos en los capítulos siguientes, se dividen en dos mitades, una a cada lado del hito que representan los primeros años setenta (véanse los capítulos 9 y 14). Sin embargo, la historia del periodo en su conjunto siguió un patrón único marcado por la peculiar situación internacional que lo dominó hasta la caída de la URSS: el enfrentamiento constante de las dos superpotencias surgidas de la Segunda Guerra Mundial, la denominada “guerra fría”.
La Segunda Guerra Mundial apenas había acabado cuando la humanidad se precipitó en lo que sería razonable considerar una tercera guerra mundial, aunque muy singular; y es que, tal como dijo el gran filosofo Thomas Hobbes, “La guerra no consiste solo en batallas, o en la acción de luchar, sino que es un lapso de tiempo durante el cual la voluntad de entrar en combate es suficientemente conocida” (Hobbes, capitulo 13). La guerra fría entre los dos bandos de los Estados Unidos y la URSS, con sus respectivos aliados, que dominó por completo el escenario internacional de la segunda mitad del siglo XX, fue sin lugar a dudas un lapso de tiempo así. Generaciones enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto nuclear global que, tal como creían muchos, podía estallar en cualquier momento y arrasar a la humanidad. En realidad, aun a los que no creían que cualquiera de los dos bandos tuviera intención de atacar al otro les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya que la ley de Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser humano (“Si algo puede ir mal, ira mal”). Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que solo el miedo a la “destrucción mutua asegurada” (acertadamente resumida en inglés con el acrónimo MAD, “loco”) impediría a cualquiera de los dos bandos dar la señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización. No llegó a suceder, pero durante cuarenta años fue una posibilidad cotidiana.
La singularidad de la guerra fría estribaba en que, objetivamente hablando, no había ningún peligro inminente de guerra mundial. Más aun: pese a la retórica apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas superpotencias aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la Segunda Guerra Mundial, lo que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido. La URSS dominaba o ejercía una influencia preponderante en una parte del globo: la zona ocupada por el ejército rojo y otras fuerzas armadas comunistas al final de la guerra, sin intentar extender más allá su esfera de influencia por la fuerza de las armas. Los Estados Unidos controlaban y dominaban el resto del mundo capitalista, además del hemisferio occidental y los océanos, asumiendo los restos de la vieja hegemonía imperial de las antiguas potencias coloniales. En contrapartida, no intervenían en la zona aceptada como de hegemonía soviética.
En Europa las líneas de demarcación se habían trazado en 1943-1945, tanto por los acuerdos alcanzados en las cumbres en que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, como en virtud del hecho de que solo el ejército rojo era realmente capaz de derrotar a Alemania. Hubo vacilaciones, sobre todo de Alemania y Austria, que se resolvieron con la partición de Alemania de acuerdo con las líneas de las fuerzas de ocupación del Este y del Oeste, y la retirada de todos los ex contendientes de Austria, que se convirtió en una especie de segunda Suiza: un país pequeño con vocación de neutralidad, envidiado por su constante prosperidad y, en consecuencia, descrito (correctamente) como “aburrido”. La URSS aceptó a regañadientes el Berlín Oeste como un enclave occidental en la parte del territorio alemán que controlaba, pero no estaba dispuesta a discutir el tema con las armas.
La situación fuera de Europa no estaba tan clara, salvo en el caso de Japón, en donde los Estados Unidos establecieron una ocupación totalmente unilateral que excluyó no solo a la URSS, sino también a los demás aliados. El problema era que ya se preveía el fin de los antiguos imperios coloniales, cosa que en 1945, en Asia, ya resultaba inminente, aunque la orientación futura de los nuevos estados poscoloniales no estaba nada clara. Como veremos (capítulos XII y XV), esta fue la zona en que las dos superpotencias siguieron compitiendo en busca de apoyo e influencia durante toda la guerra fría y, por lo tanto, fue la de mayor fricción entre ambas, donde más probables resultaban los conflictos armados, que acabaron por estallar. A diferencia de Europa, ni siquiera se podían prever los límites de la zona que en el futuro iba a quedar bajo control comunista, y mucho menos negociarse, ni aun del modo más provisional y ambiguo. Así, por ejemplo, la URSS no sentía grandes deseos de que los comunistas tomaran el poder en China, pero eso fue lo que sucedió a pesar de todo.
Sin embargo, incluso en lo que pronto dio en llamarse el “tercer mundo”, las condiciones para la estabilidad internacional empezaron a aparecer a los pocos años, a medida que fue quedando claro que la mayoría de los nuevos estados poscoloniales, por escasas que fueran sus simpatías hacia los Estados Unidos y sus aliados, no eran comunistas, sino, en realidad, sobre todo anticomunistas en política interior, y “no alineados” (es decir, fuera del bloque militar soviético) en asuntos exteriores. En resumen, el “bando comunista” no presentó síntomas de expansión significativa entre la revolución china y los años setenta, cuando la China comunista ya no formaba parte del mismo.
En la práctica, la situación mundial se hizo razonablemente estable poco después de la guerra y siguió siéndolo hasta mediados de los setenta, cuando el sistema internacional y sus componentes entraron en otro prolongado periodo de crisis política y económica. Hasta entonces ambas superpotencias habían aceptado el reparto desigual del mundo, habían hecho los máximos esfuerzos por resolver las disputas sobre sus zonas de influencia sin llegar a un choque abierto de sus fuerzas armadas que pudiese llevarlas a la guerra y, en contra de la ideología y de la retórica de guerra fría, habían actuado partiendo de la premisa de que la coexistencia pacifica entre ambas era posible. De hecho, a la hora de la verdad, la una confiaba en la moderación de la otra, incluso en las ocasiones en que estuvieron oficialmente a punto de entrar, o entraron, en guerra. Así, durante la guerra de Corea de 1950-1953, en la que participaron oficialmente los norteamericanos, pero no los rusos, Washington sabia perfectamente que unos 150 aviones chinos eran en realidad aviones soviéticos pilotados por aviadores soviéticos (Walker, 1993, pp. 75-77).
La información se mantuvo en secreto porque se dedujo, acertadamente, que lo último que Moscú deseaba era la guerra. Durante la crisis de los misiles cubanos de 1962, tal como sabemos hoy (Ball, 1992; Ball, 1993), la principal preocupación de ambos bandos fue cómo evitar que se malinterpretaran gestos hostiles como preparativos bélicos reales.
Este acuerdo tácito de tratar la guerra fría como una “paz fría” se mantuvo hasta los años setenta. La URSS supo (o, mejor dicho, aprendió) en 1953 que los llamamientos de los Estados Unidos para “hacer retroceder” al comunismo eran simple propaganda radiofónica, porque los norteamericanos ni pestañearon cuando los tanques soviéticos restablecieron el control comunista durante un importante levantamiento obrero en la Alemania del Este. A partir de entonces, tal como confirmó la revolución húngara de 1956, Occidente no se entrometió en la esfera de control soviético. La guerra fría, que si procuraba estar a la altura de su propia retórica de lucha por la supremacía o por la aniquilación, no era un enfrentamiento en el que las decisiones fundamentales las tomaban los gobiernos, sino la sorda rivalidad entre los distintos servicios secretos reconocidos y por reconocer, que en Occidente produjo el fruto mas característico de la tensión internacional: las novelas de espionaje y de asesinatos encubiertos. En este género, los británicos, gracias al James Bond de lan Fleming y a los héroes agridulces de John Le Carré —ambos habían trabajado por un tiempo en los servicios secretos británicos—, mantuvieron la primacía, compensando así el declive de su país en el mundo del poder real. No obstante, con la excepción de lo sucedido en algunos de los países más débiles del tercer mundo, las operaciones del KGB, la CIA y semejantes fueron desdeñables en términos de poder político real, por teatrales que resultasen a menudo.
En tales circunstancias, ¿hubo en algún momento peligro real de guerra mundial durante este largo periodo de tensión, con la lógica excepción de los accidentes que amenazan inevitablemente a quienes patinan y patinan sobre una delgada capa de hielo? Es difícil de decir. Es probable que el periodo mas explosivo fuera el que medió entre la proclamación formal de la “doctrina Truman” en marzo de 1947 (“La política de los Estados Unidos tiene que ser apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser subyugados por minorías armadas o por presiones exteriores”) y abril de 1951, cuando el mismo presidente de los Estados Unidos destituyó al general Douglas MacArthur, comandante en jefe de las fuerzas de los Estados Unidos en la guerra de Corea (1950-1953), que llevó demasiado lejos sus ambiciones militares.
Durante esta época el temor de los norteamericanos a la desintegración social o a la revolución en países no soviéticos de Eurasia no era simple fantasía: al fin y al cabo, en 1949 los comunistas se hicieron con el poder en China. Por su parte, la URSS se vio enfrentada con unos Estados Unidos que disfrutaban del monopolio del armamento atómico y que multiplicaban las declaraciones de anticomunismo militante y amenazador, mientras la solidez del bloque soviético empezaba a resquebrajarse con la ruptura de la Yugoslavia de Tito (1948). Además, a partir de 1949, el gobierno de China no solo se involucró en una guerra de gran calibre en Corea sin pensárselo dos veces, sino que, a diferencia de otros gobiernos, estaba dispuesto a afrontar la posibilidad real de luchar y sobrevivir a un holocausto nuclear. Todo podía suceder.
Una vez que la URSS se hizo con armas nucleares —cuatro años después de Hiroshima en el caso de la bomba atómica (1949), nueve meses después de los Estados Unidos en el de la bomba de hidrógeno (1953)—, ambas superpotencias dejaron de utilizar la guerra como arma política en sus relaciones mutuas, pues era el equivalente de un pacto suicida. Que contemplaran seriamente la posibilidad de utilizar las armas nucleares contra terceros —los Estados Unidos en Corea en 1951 y para salvar a los franceses en Indochina en 1954; la URSS contra China en 1969— no está muy claro, pero lo cierto es que no lo hicieron. Sin embargo, ambas superpotencias se sirvieron de la amenaza nuclear, casi con toda certeza sin tener intención de cumplirla, en algunas ocasiones: los Estados Unidos, para acelerar las negociaciones de paz en Corea y Vietnam (1953, 1954); la URSS, para obligar a Gran Bretaña y a Francia a retirarse de Suez en 1956. Por desgracia, la certidumbre misma de que ninguna de las dos superpotencias deseaba realmente apretar el botón atómico tentó a ambos bandos a agitar el recurso al arma atómica con finalidades negociadoras o (en los Estados Unidos) para el consumo doméstico, en la confianza de que el otro tampoco quería la guerra. Esta confianza demostró estar justificada, pero al precio de desquiciar los nervios de varias generaciones. La crisis de los misiles cubanos de 1962, uno de estos recursos enteramente innecesarios, estuvo a punto de arrastrar al mundo a una guerra innecesaria a lo largo de unos pocos días y, de hecho, llegó a asustar a las cúpulas dirigentes hasta hacerles entrar temporalmente en razón.

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